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Fue hace unos cinco o seis años. Contábamos con un
ingreso mensual bastante elevado, y además de esto vivíamos en un edificio
donde los inquilinos eran en su mayoría extranjeros. Se quedaban unos pocos
meses y al marcharse dejaban en un lugar habilitado a este efecto muchas de sus
pertenencias seminuevas, desde costosos equipos electrodomésticos hasta delicadas
vajillas. Allí había de todo y en las mejores condiciones.
Ya había comprado mucho por mi
cuenta (algunos cojines, platitos bonitos, portarretratos, adornitos varios),
pero al ver todo aquello comencé a seleccionar algunas cosas que consideré
necesarias –una licuadora, un horno pequeño, una olla de presión, una mesa
multiusos para la cocina- y las llevé a casa. A fin de cuentas, era un gasto
que nos estaba ahorrando y, por si fuera poco, sentía la satisfacción de
estarle dando una segunda oportunidad a aquellas cosas.
Tal afición mía no tardó en
convertirse en vicio. No podía pasar por aquel lugar -y lo hacía al menos un
par de veces al día- sin entrar un minuto a ver si había algo que “rescatar”.
La cantidad de cosas en casa fue aumentando. Las nuevas adquisiciones ya no
eran del todo necesarias, pero en cambio eran muy bonitas y, cómo no, en algún
momento hipotético podrían llegar a ser útiles.
El resultado fue que, de tanta
cosa útil, semiútil o simplemente bonita que había rescatado, llegó un momento
en el que no había espacio para nosotros en aquel apartamento. No podíamos
movernos sin tropezar con algo, y comenzamos a sentirnos francamente mal.
Regresar a casa dejó de ser un gusto. Aquel lugar ya no constituía para
nosotros un espacio de relajación y tranquilidad.
El día que me di cuenta de hasta
dónde nos había llevado con aquella adicción a las cosas, reaccioné sabiendo que debía hacer algo al respecto. Di mil viajes al depósito en una
sola jornada y lo saqué todo, todo, TODO del apartamento, incluso algunas de
las cosas que había comprado con anterioridad. Fue una purga en toda regla, y
como tal tuvo sus resultados.
Resultado inmediato: No sólo nos
liberamos de la invasión de cosas y recuperamos nuestro hogar, sino que también
nos sentimos nosotros mismos renovados. ¡Ya podíamos respirar y movernos a
gusto!
Resultado a largo plazo: Con el
tiempo, nos mudamos a otro país con sólo nuestra ropa, nuestros libros y unos
pocos recuerdos de nuestros viajes. Esta vez decidí no comprar absolutamente
nada que no fuera imprescindible, y como el apartamento al que llegamos ya
estaba amueblado casi del todo no compré nada más que una plancha y, a medida
que lo fuimos necesitando, un par de libreros.
Me faltaban cosas, necesarias
pero no imprescindibles: una mesita de centro que nos sirviera para disfrutar
de un servicio de té, un cesto para la ropa sucia, un mueble para almacenar
frutas y verduras… Contaba con rescatarlas de la basura, porque aquí también la gente suele tirar las
cosas cuando aún les queda mucha vida útil, y así lo he hecho, a cuenta gotas y
no sin haberlo pensado mil veces antes de traer algo a casa.
A pesar de que no compramos practicamente nada, las cosas se siguen acumulando y de vez en cuando llegan a tomar el poder (como sucedió con mi escritorio o mis zapatos), lo que demuestra que para mantaner el dominio sobre nuestro espacio no basta con una reacción inconsciente.
Elena