lunes, 26 de noviembre de 2012

Escuchar: el milagro de la comunicación.

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Hace unos días me di cuenta de que no siempre escucho a las personas con toda la atención posible. De hecho, podría cambiar el anterior “no siempre” por “casi nunca” y no alejarme mucho de la realidad. 

Sucede que cuando me hablan suelo estar pensando en lo que acabo de hacer, en lo siguiente que haré, en lo que me falta por hacer aún, en el correo que recibí, en lo último que leí… En fin, que de la actual conversación recibo sólo un pequeño porcentaje, el justo para elaborar una breve respuesta y que el interlocutor no se dé cuenta de que en realidad mis oídos están aquí pero mi mente anda divagando por cualquier otra parte. 

Esto me hizo preguntarme si todos lo hacemos de la misma manera. ¿Cómo se da entonces el milagro de la comunicación? Me dediqué a observar por unos días las conversaciones a mi alrededor, en el mercado, en los centros académicos, entre amigos… y la respuesta me cayó como un golpe bajo. Al menos en apariencia todos o casi todos hacen lo que yo: escuchar a medias. 

La conclusión más obvia es que en un mundo así, no existe ni puede existir una verdadera comunicación, al menos en términos generales. Es simple, el milagro no se da porque no creamos las condiciones para que suceda. 

Pero aquí no se trata de analizar al resto del mundo y quedarme en meras hipótesis, sino de concentrar mis esfuerzos e intentar cambiarme a mí misma. Lo cierto es que no tengo fuerzas ni tiempo ni alcance real para más que eso. 

Decidí pues esforzarme en prestar completa atención cada vez que alguien me dirija la palabra, parar por unos momentos lo que esté haciendo y, de ser posible, volverme de cara a esa persona para escuchar y entender mejor; tratar de captar el sentido de lo que me dicen. 

El resultado en los pocos días que llevo intentándolo es sorprendente. Mis jornadas han adquirido mucho más sentido y cohesión. El tiempo dedicado a conversar, aunque sean sólo unas pocas palabras, dejó de sentirse como un vacío, por lo que al final del día la sensación de tiempo perdido se ha reducido un poco. Incluso mis interlocutores han tomado un nuevo carácter ante mis ojos, y estoy segura de que se han sentido mucho mejor hablando conmigo. 

Me he dado cuenta también de que haciéndolo así, escuchando con atención -y con intención- gano más tiempo. Cuando encuentro a alguien y voy apurada, no llevo mi saludo más allá de un simple “Hola”. El “¿Qué tal?” que por pura formalidad dejaba caer detrás del saludo ha desaparecido. Si pregunto algo, lo hago con la intención de escuchar realmente la respuesta, y eso suele ocupar algo de tiempo. Así que si no cuento con ese tiempo, simplemente no pregunto.

Elena

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